jueves, abril 19, 2012

Ocultos tras el arbusto asesino



En mis dos entradas anteriores (1-2) traté de explicar varios aspectos de la situación colombiana actual considerando un ciclo histórico largo en cuyo centro está la Constitución de 1991. Esta vez intentaré analizar un acompañante de todo ese proceso, el tráfico de drogas, así como la percepción que de él tienen los colombianos.


Variantes de la "leyenda blanca "
En el contexto de la historia de Europa se llama "Leyenda negra" a lo que el diccionario define como "opinión contra lo español difundida a partir del siglo XVI": un mito gracias al cual los imperios rivales del español demonizaron la conquista de América. Cuando se piensa en las causas del tráfico de cocaína los colombianos suelen seguir una especie de "leyenda blanca": unos mitos absurdos y a menudo grotescos que divulgan a veces los mismos empresarios del negocio y que proveen a la gente buena conciencia a partir de un juego que podría considerarse "transferencia de la culpa", para usar esa antigualla psicoanalítica.

La variante más atroz, y sin embargo muy frecuente, es la que divulga el escritor Antonio Caballero, según la cual la prohibición es una maquinación de los bancos estadounidenses aliados con los gobiernos de ese país para acentuar la dependencia de los demás países. Este mismo prócer en una época justificaba el tráfico de drogas por la falta de oportunidades que tenían los países del Tercer Mundo para competir. Un ingrediente gracioso de esta versión, muy frecuente en otras y en la que tal vez creen la mayoría de los colombianos, es la singularidad del clima sudamericano para cultivar coca. La mayoría de los colombianos con los que he hablado me aseguran que la cocaína sería legal si la pudieran cultivar los estadounidenses en su país.

Otra historia parecida, dirigida a un público menos fanatizado, pero igualmente legitimadora del negocio, es la que atribuye el tráfico de drogas a la guerra contra las drogas. Es decir, se asegura que la tremenda expansión del negocio fue el producto de la guerra contra las drogas y no de la expansión del consumo. De esa atribución de responsabilidad se pasa a considerar que todos los problemas colombianos de las últimas décadas proceden de ese negocio, es decir, de la guerra contra las drogas. La función de ese discurso en la legitimación del orden impuesto por los terroristas en los años ochenta será algo que señalaré más adelante.

Voy a centrarme en esta última versión porque es la que aceptan hoy por hoy la mayoría de los colombianos doctos, y la que resulta útil para una manipulación que termina, con el pretexto de que la única solución es la despenalización del tráfico que saben que no habrá en medio siglo, "proponiendo" la inacción como efecto de la impotencia.

Lo primero que hay que aclarar es el origen del negocio. ¿Por qué se expandió el consumo de drogas a partir de los años sesenta? No es que antes no se consumieran, todo el mundo intelectual europeo sabía que Poe o De Quincey eran consumidores de opio o Verlaine de hachís, y el mismo poeta colombiano Porfirio Barba Jacob dice "Soy un perdido, soy un marihuano". Las espinacas que come Popeye y que lo cambian tan maravillosamente eran en la primera representación teatral de la historia una metáfora de la marihuana (lo cual tenía un sentido cómico en la obra). Pero ciertamente eran minoritarias, caras y paralizantes para quien tuviera que hacer los esfuerzos que se hacían para sobrevivir antes de la gran industrialización.

Fue el bienestar el que disparó el consumo, en compañía de la rebelión juvenil contra la guerra de Vietnam y las modas musicales de los años cincuenta y sesenta. La prohibición fue una respuesta a esa expansión del consumo entre los jóvenes. La guerra contra las drogas no fue, como pretende la variante comedida de la "leyenda blanca", una ocurrencia de un gobierno estadounidense que podría haber hecho otra cosa. Era un clamor que todavía es absolutamente mayoritario en todos los países y que en Estados Unidos cuenta con el respaldo unánime de los políticos que ganan elecciones y van al Congreso. ¡Cuánto me gustaría no tener que explicar esto! El artista, el académico o aun el periodista destacan hablando de despenalizar el comercio de drogas, pero sólo los políticos podrían hacerlo. Éstos nunca piensan en eso porque necesitan los votos de la gente, que en su abrumadora mayoría es prohibicionista.

Todo se complica yendo detrás de gente que se hace la distraída. Por eso tengo que hacer hincapié en eso: la "leyenda blanca" y la esperanza de solución del problema a través de la despenalización son estratagemas de los socios ilustrados de las mafias. Por eso el disparate que señalé arriba acerca de las causas de la guerra contra las drogas, y por eso también la falta de interés por explicar que el negocio floreciera en Colombia.

¿De dónde son los cantantes?
Esto se preguntaban los integrantes del Trío Matamoros, y viene a cuento porque cuando se habla del tráfico de drogas se suelen mezclar niveles en los que no hay ninguna relación. Una cosa es lo que significan las drogas en la historia, la cultura y la vida cotidiana de la humanidad; otra, que sean prohibidas o dejen de serlo; otra, sin mucha relación, el que Colombia haya llegado a ser el primer productor y exportador mundial de cocaína, y aun un importante productor de heroína. ¿De dónde salen los obreros, los ingenieros y los gerentes de esa industria?

Es decir, la "leyenda blanca", muy influyente en la conciencia corriente de los colombianos, se enreda en juicios sobre las drogas o sobre la legislación y oculta el problema de que no había nada particular que determinara ese papel para Colombia. Bueno, nada salvo el elemento humano, el delincuente, el pistolero. Muchos países tenían mejores condiciones para comerciar con Estados Unidos (como México), eran más pobres (como los demás de la zona andina), tenían más tradición de cultivo de coca y aun de producción de cocaína (como Perú). Sin la cultura de la delincuencia no habría sido Colombia el país afortunado.

Cuando los divulgadores de la "leyenda blanca" acusan a la prohibición o señalan con indecente victimismo que "Colombia sufre más que ningún país el flagelo del narcotráfico" por una parte ocultan el contexto social en que surgió el "capital humano" que dio lugar a esa industria y por la otra legitiman tácitamente el negocio. Decir "nosotros ponemos los muertos", como si no hubiera sido posible hacer otra cosa, hace pensar en un proxeneta que se lamenta de tener que soportar el adulterio de su compañera (a causa de los apetitos desaforados de los clientes).

Siguiendo con esa idea del victimismo, la idea de que la desgracia de Colombia es producto de la prohibición es más o menos como el rencor de un hombre contra el joyero que tentó a sus hijos a volverse atracadores. Es que de hecho la "leyenda blanca", al idealizar el pasado previo al tráfico de drogas y al dar por sentado que la emergencia de un negocio ilegal sería fatal para Colombia se muestra como una respuesta del statu quo ante una industria que en últimas genera recursos para todos los grupos privilegiados.

¿Por qué había en Colombia tanta gente dispuesta a dedicarse a exportar cocaína? Hay también una leyenda "positiva" sobre eso: la disposición emprendedora de los antioqueños y vallunos. La abundancia estremecedora de toda clase de delincuentes en las décadas anteriores no interesa a los de la "leyenda blanca", pero esos delincuentes sólo encontraron, como Pablo Escobar, un negocio más lucrativo que las lápidas. Antes había peligrosas mafias dedicadas a las esmeraldas, y miles de colombianos que ejercían de carteristas y apartamenteros en Europa y Estados Unidos.

Todo eso lo señalo porque el tráfico de cocaína no es la causa de la "cultura mafiosa" sino su efecto normal, y porque si en 2080 se acabara el negocio de las drogas ilícitas la familia marginal de la aldea global se dedicará a otro negocio criminal. Como ingrediente decisivo de la tal "cultura mafiosa" destaca el desprecio del trabajo como fuente de prosperidad, ingrediente cuyo arraigo procede de la sociedad colonial y antes de la mentalidad castellana de la Reconquista. Si bien la atracción por el "dinero fácil" está en el sentido común (en todo el mundo siempre se agradece poder hacer las cosas con menos esfuerzo), la idea de que el trabajo es propio de personas inferiores socialmente era hegemónica en el siglo XVII y en 1970. El colombiano que no sabía nada de las drogas vivía en medio de "vivos", de "corbatas" (no sé si aún se llaman así los empleos estatales en que sólo hay que ir a cobrar), de "impuestos" (la comisión que los policías cobraban a los ladrones para no detenerlos), de lambones, de componendas de manzanillos, de contrabandistas y hampones de las maquinarias políticas que hacían votar a punta de presiones y pequeños sobornos a cuanta persona desvalida pudieran controlar y después obtenían puestos en las aduanas o en los patios de la oficina de tránsito...

Lo que determinó el imperio del hampa, la desmoralización generalizada y la disolución del orden institucional fue la hegemonía ideológica de la "izquierda", primero en la universidad de los años sesenta y después en los medios intelectuales, a medida que los egresados empezaban a ejercer sus profesiones. Tal como según Jakob Burckhardt el modelo de autonomía y resolución que seguían los grandes artistas del Renacimiento era el de los condottieri, lo que inspiraba a Pablo Escobar (hijo de maestra) o a Carlos Lehder eran las hazañas del Che. El mismo Carlos Castaño declaraba que de no ser por lo mal que lo había hecho la guerrilla él sería un guerrillero. En cuanto toda propiedad y todo refinamiento son ilegítimos, fruto de la opresión o, peor, del arrodillamiento ante el imperialismo, la legalidad resulta un aspecto secundario frente a la propia afirmación del "pueblo". En la facultad de Derecho en que era decano el dirigente comunista Jaime Pardo Leal se recitaba que "el Derecho no es más que la voluntad de la clase dominante erigido en ley", cosa que en cuanto pudieron imponer el socialismo aliados con Pablo Escobar, y así convertirse en clase dominante, los discípulos de tal prócer han aplicado sin vacilación. No era raro que los izquierdistas de entonces afirmaran sin pudor que "las cosas no son del que las tiene sino del que las necesita", o llamaran "recuperación" al robo, cuando no se decidían en ejercicio de su actividad militante a "expropiar" cualquier cosa.

La pregunta sobre si fue primero la gallina o el huevo es más bien estúpida, pues todo el mundo sabe que el antepasado de la gallina fue un dinosaurio cuyos huevos fueron transmitiendo mutaciones hasta llegar al animal doméstico de nuestros días. En cierta medida, la relación entre la ideología socialista que tan cómodamente reproduce las jerarquías de siempre a la vez que pretende abolirlas, y la delincuencia, que constituye una respuesta obvia de personas convertidas por esa ideología en agraviadas, a las que se llena de rencores y complejos para poder manipularlas y así hacerlas útiles a los fines de control estatal de los empresarios del socialismo, plantea una cuestión parecida: esa ideología a su vez es reflejo de la "cultura mafiosa", del desprecio del trabajo, del irrespeto a las instituciones basadas en un fundamento moral (fruto del aislamiento: en la península no habría sido tan fácil decir "se acata pero no se cumple"), etc. Es decir, al deslegitimar las instituciones desarrolladas siguiendo el modelo de la Europa burguesa y de Estados Unidos, la izquierda obra como resistencia de las viejas jerarquías de la región y proclama la legitimidad de la pura fuerza, tal como en su día lo hicieran Álvaro de Oyón o Lope de Aguirre (como dato curioso, la rebelión del primero en el siglo XVI ocurrió en el mismo pueblo, La Plata, Huila, de donde proceden el finadito Luis Édgar Devia y su copartidario y coterráneo Jaime Dussán).

La historia escondida
Sociológicamente, la "leyenda blanca" es obra de la misma clase de gente que se puso a hacer la revolución siguiendo el modelo castrista en los setenta, de los mismos que se las arreglan para hacer antiuribismo sin buscarse problemas con los Colombianos por la Paz. Pero es aún más problemático: la atribución de culpas al tráfico de drogas sirve para que se olviden las proezas de los revolucionarios. Mientras todo el mundo veía a Colombia como el lugar en que sucedían atrocidades por cuenta del poder de unos cuantos bandidos, a punta de atrocidades físicas (masacres como la de Tacueyó, asesinatos cobardes como el de José Raquel Mercado, sin duda maquinado por algún novelista o director de periódico), estéticas (la vociferación de los lemas brutales que hicieron fortuna en Camboya y Albania, que también "decoraban" las ciudades) y morales (la inagotable sarta de mentiras en que se basan sus pretensiones), los grupos comunistas se hacían con el poder y obtenían toda clase de "conquistas", de "derechos adquiridos" para sus clientelas, en esencia las clases sociales ligadas al Estado y herederas de los dominadores de siempre.

De tal modo, la "izquierda" llegó a ser el poder y la oposición, a usufructuar el presente mientras "vende" el futuro. La última falacia es la "leyenda blanca" de la nueva generación, que da por sobreentendidos los "avances" de la Constitución de 1991 y las proezas de quienes la impusieron con copiosa financiación del Cartel de Medellín, previo exterminio de la cúpula judicial que podría haber impedido el golpe de Estado. ¡Siempre se les sale a deber, como ocurre con los tradicionales "vivos" colombianos! La persistencia del terrorismo se justifica por una insuficiente "justicia social", que se alcanzará tras otra negociación que permita a una parte de las bandas asesinas ascender socialmente y obrar como la parte emergida de una embarcación (que es lo que hace el ELN con su Corporación Nuevo Arco Iris, a la vez que secuestra y asesina). La enternecedora simpatía de los activistas de la legalización por el modelo constitucional protochavista que impuso Pablo Escobar es sólo una muestra más de la labor de enmascaramiento que es su retórica respecto al poder adquirido por las camarillas comunistas. Su silencio interesado ante las infamias judiciales de que son víctimas el general Uscátegui, el coronel Alfonso Plazas Vega o el ex ministro Andrés Felipe Arias los muestra como despreciable gentuza que asciende socialmente y prospera gracias a su lealtad hacia la tiranía del hampa.

Es en ese contexto donde florece otra falacia característica, que también comparten la inmensa mayoría de los colombianos (como hace unas décadas la de que el ejército no quería que dejara de haber guerrillas porque se reduciría el presupuesto que enriquece a los generales, cosa que todos creen porque es lo que harían, en aplicación de la ideología criminal que predomina y se reproduce con nuevas máscaras para cada generación): la de que la causa del conflicto es el tráfico de drogas. Para demostrar que eso es absurdo basta con repetir lo que tantas veces hemos señalado, que nunca ningún bandido ha tenido una oportunidad como la de Tirofijo y su gente de resultar impunes, ricos y prestigiosos como poder local en la región que Pastrana les entregó en 1998. Pero no haría ninguna falta pensar en eso, baste pensar en las guerras de Centroamérica, particularmente la de El Salvador, con el mismo patrocinio de jesuitas, agentes cubanos y universidades. ¿Era la guerra civil de El Salvador una querella alrededor del tráfico de drogas? Absurdo.

Cuando el hampa académica divulga esa leyenda sobre el tráfico de cocaína le presta un gran servicio a sus patrones, los que coparon el poder en 1991: el de quitar importancia a la extorsión y a la industria del secuestro que permitieron tantas "conquistas sociales", incluida la misma constitución, y las han garantizado desde entonces. ¿Cuánto dinero ha producido la extorsión que llevan a cabo las bandas armadas comunistas? ¿Cuántas muertes son producto de esa formidable industria que enriquece a buena parte del clero universitario?

El conflicto colombiano es una guerra por el poder y contra la democracia que emprendieron los grupos privilegiados a partir del movimiento estudiantil de los años sesenta y setenta. De la intensa propaganda, que caía en terreno abonado, que deslegitimaba el capitalismo, a Estados Unidos, a las instituciones democráticas y a la propiedad y el trabajo, surgió la desmoralización generalizada en que florecería la poderosa voluntad criminal que dio lugar a los grandes carteles. La droga no dejará de estar prohibida durante medio siglo y la sociedad colombiana no tiene otra salida a ese respecto que el combate enérgico contra las organizaciones que llevan a cabo ese comercio. Y sobre todo, la retórica antiprohibicionista es parte del mismo statu quo del que forman parte las bandas terroristas, hoy por hoy aliadas del gobierno en busca de una nueva hegemonía a partir de unas negociaciones en las que el horror (que pronto llegará a las ciudades) sirve como argumento para las buenas intenciones del gobernante.

Lo que se discute en Colombia sobre las drogas no tiene ningún impacto a la hora de pensar que Estados Unidos va a despenalizar el consumo, con lo que el más obtuso perseguidor y el más entusiasta consumidor pueden estar en el mismo bando, pues de lo que se trata es del poder de las organizaciones criminales y sus socios políticos (es decir, los comunistas, a quienes hoy por hoy sirven los ex presidentes de los noventa y la Unidad Nacional). Los innumerables mitos del hampa académica y periodística sobre el impacto del tráfico de drogas en la violencia local son parte de una operación de encubrimiento y propaganda, gracias a la cual millones de colombianos creen que secuestrar gente es menos grave que exportar drogas y aceptan el engendro de Pablo como la legalidad democrática más legítima y respetable.

(Publicado en el blog Atrabilioso el 24 de noviembre de 2011.)